Compré zapatos hace unos días. Las personas que me conocen
saben que esto es un acontecimiento indudablemente escandaloso. Son zapatos
regulares, no son zapatos que brillan o no en la oscuridad, no son zapatos
repelentes al agua y sobre todo, no son zapatos para bailar tap (por más que
quisiera, simplemente, no lo son).
Fui al Distrito Federal, regresé ayer. Fui a museos, caminé
lo suficiente para retirar mis piernas por un año más. Un paréntesis: la semana
pasada fue una semana que nunca recuperaré, la disfruté, pero nunca la
recuperaré. Por azares del destino, las
cosas no resultaron como mis familiares esperaban. Hace unos años dejé de
esperar cosas porque así todo tiende a ir de una manera y nunca te decepciona,
puedo decir, con toda certeza que, las cosas
nunca resultan cuando las planeas o cuando las esperas, así que, he dejado de esperar.
No esperaba comprar zapatos y tampoco esperaba ir a un
festival con gente a la que apenas conozco (gente que me agrada y que no
conozco lo suficiente, algo que no puedo enfatizar lo suficiente).
Soy un animal de hábitos. Dentro de todo mi desorden, dentro
de la rutina que tiendo a repudiar después de un corto tiempo, la rutina cuya
temporalidad es una broma dentro de ella
misma, se renueva dependiendo a la pertinencia de la circunstancia o situación
hasta que hago un nido propio y me acurruco para recargarme en su calidez, en
su calidez aparentemente artificial.
La semana pasada me di cuenta de la evolución de la rutina,
estoy dejando ir algo a lo cual me aferré por más tiempo del que he podido
percatarme. No me alegra pero tampoco me disgusta. Igual con las personas. Me
leí en una novela el otro día. Al escribir esto, me doy cuenta de lo
egocéntrico que suena pero en realidad encontré un personaje que se ajusta a
las características que por más embarazosas, denigrantes y ciertas que sean,
son aquellas que tengo que aceptar de mi persona. Volviendo a las personas, me
doy cuenta que al no planear ni esperar por eso he pasado más tiempo con gente
con la que puedo ser más yo. No quiero decir que no sea yo totalmente todos los
días (soy honesta, soy 75% yo todo el tiempo. Hay un par de personas con las
que tiendo a ser un 85% yo pero nunca soy yo en mi totalidad).
Por eso nunca compro zapatos. Nunca estoy cómoda. Nunca he
sido parte de un grupo. Nunca soy yo completamente. La tecnología es genial. Es
artificial, fugaz, es efímera. Todo se queda y nada se va. Conocí a alguien
hace mucho tiempo ya (hace mucho tiempo en el entendido que +4 años es ya una
relación bastante longeva). Solía ser alguien a quien admiraba. Teníamos tanto
en común que podíamos terminar nuestras oraciones. Discutíamos todo lo que el
tiempo nos permitía y después regresábamos a nuestros mundos. Una más
afortunada que la otra en aspectos en los cuales la otra fracasaba por falta de
voluntad. Supongo que la tecnología, por
más brillante que pueda volverte, falla gracias a la proximidad; cosas que no
se pegan.
Fue la única persona a la que pude decirle tantas cosas como quise
pero en realidad nunca fueron certeras. Hace unos meses me di cuenta que fue
bueno no haberle dicho algo, porque en realidad nunca estuvo escuchando. De
nuevo, la proximidad siempre es algo que nos delata y no hay más.
No hablamos como antes y para sorpresa mía, encuentro que,
no lo extraño. He estado ocupada (por primera vez en mi corta vida) como para
preocuparme por aquella persona que nunca escuchó pero, aparentemente siempre
exigió. No es reproche. Pero me pregunto si esa persona fue 100% ella cuando no
escuchaba.
En mi familia nos juntamos para comer todas las tardes. Hoy
nos acompañó la mujer que limpia la casa y empezó a hablarnos acerca de la
angustiante situación que vive con sus hijos y cómo ella ha podido salir de
todo esto gracias a que “dios provee”. Supongo que es cierto. A todos nos va
cómo nos va porque esperamos o porque no esperamos. Porque buscamos o no
buscamos. Mientras tanto, me sentaré a beber té y a no esperar nada mientras me
froto las piernas porque sufren lo suficiente como para llorar en voz alta.
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